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Diarios de un viajero seriamente viajado
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Capítulo 5

Capítulo 5 2f5e47

5/6/2025 · 54:19
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Diarios de un viajero seriamente viajado

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De buena mañana me encamino a la plaza de los Caballeros de la Cruz con el desahogo de un príncipe vestido de plebeyo. Desde que he hecho a andar vengo escuchando un tintineo persistente, casi diría obstinado, que lleva mi mismo camino y me persigue. Si me diera la vuelta para averiguar el origen de ese sonajero que viene detrás dejaría descubierta mi condición, y el campanilleo correría a situarse delante de mí, como un heraldo saltarín. Se trata de Gaspar, el bufón más querido de su rey, no cabe duda, que lleva su galopante lealtad a extremos como éste. No se ha puesto de gala para nada cuando en la confortable penumbra de su estancia se viste con su llamativa camisa de paño, ajusta los tirantes de sus holgadísimas calzas y se pone sus alegres escarpines colorados, cuando corona su cabeza, cuidadoso, con su gorro de cuatro puntas, con su cascabel cada una, y empuña con ínfulas inocentes su bastón extravagante, que en su mano se convierte en el cetro de un rey de la otra parte del mundo, rematado por una cabecita llena de campanillas que era la fuente del gracioso tintineo que me acompañaba por las calles. Aunque no lo veo, puedo imaginar sus cabriolas y volatines oyendo sus coplillas rijosas, el alborotado chisporroteo de los cascabeles, impregnando cada revuelta del camino con su colorido desorden.

Así, llego a la plaza y me recibe Carlos IV que, con mucha donosura escultural y una real gentileza, me señala sin sombra de soberbia, pero con indisimulado orgullo su hermoso puente, digno de la belleza de mi ciudad, me subraya al oído, como si me hablara de una amante portentosa, y me invita a franquear el portillo de y disfrutar su obra, que es la torre del puente de Estaremesto, una joya de finales del siglo XIV, cuyas elegantes trazas góticas son un regalo para la vista y una invitación irresistible. Caminar por el puente, sentir el aroma del río, contemplar la ciudad por sus costados y en sus alturas, percibir el agua como melodía y espejo, dejarte llevar a los meandros del tiempo, y las treinta y una estatuas que los han visto pasar rozando apenas las peanas que las mantienen sobre el largo y curvo pretil, conversar con San Juan de Pomuceno o San Luzgardo bajo su cruz, y perderte entre la plebe de tañedores de zanfoña, saltimbanquis, mercaderes, comedores de fuego, rateros y juglares, quiero decir músicos de calle, solistas de jazz, vendedores de fruslerías, algún predicador de gracias y desgracias, comerciantes, viajeros y turistas.

Un gran blazo de vida sobre el curso del Moldava, un precioso instante de humanidad, de compartir un vínculo feliz con las personas que podría hacernos mejores. El puente viene a ser el hilván que cose las dos almas de la ciudad, enhebradas por todos los demás, y su fusión natural con el río que nutre el verdor dibujado que mantiene en pie la fascinante trabazón de historia y leyenda sobre la que extiende Praga su esplendor exuberante y encendido. Y me alcanzan estos versos del poeta que voy buscando, que traducen mis instantes telúricos, están llenos de vida como un caballo que sintiera el jinete no como un ser extraño sino como su propio pensamiento. Camino de trovadores, lustradores de prodigios y boceadores de mercancías que van y vienen para Solaz de cortejos, mentideros de paseantes y el pasmo eterno esculpido en el gesto de los santos que arbolean encaramados sobre la firme balaustrada de la bulliciosa pasarela.

Tomar aire en filigranas, detenerse a escuchar la frescura del cauce bajo los pies, atemperar el aliento deletreando las aguas que brincan entre las letras del Moldava, y disfrutar un instante gentil de descanso antes de proseguir tras los pasos del poeta, dado que los de Kafka no andan nunca lejos en cualquier parte que mires de la ciudad. Ante las torres de Malá Estrana, barrio pequeño, hermanas góticas de la que miran enfrente, que alardean de los mismos pináculos acuchillados, dejamos a un lado la ajardinada tranquilidad de la isla de Campa y su recreo delicioso, entre pequeños canales, donde busco inútilmente el rastro de Olan, pues mis pesquisas, formuladas en las tres lenguas que me acompañan, no obtienen resultado alguno. Se diría que ando preguntando por un fantasma, el único que no tuviera resplandor propio en Praga, pero me empeño en su búsqueda, no puede andar lejos, y, por el momento, seguimos las huellas del insomne escritor de las pesadillas y metamorfosis, que tiene sombra, leyenda, cartelería, presencia y varias casas y museos en la ciudad. El más actual de ellos se levanta muy cerca de aquí, sin dejar la isla de Campa.

Aprieto, pues, el paso para encontrarme con el alma del escritor, aunque no me imagino cómo puede ser un museo dedicado a su memoria, recolecta de objetos, libros, manuscritos, ediciones, fotografías, recuerdos, obras de arte, no sé. Pero me dirijo a ese lugar con la devoción de un encuentro inédito con un creador único en un rincón de la ciudad donde transcurrieron su vida, sus fervores, sus pesadillas, sus temores, sus relaciones amorosas y todas sus fantasías vitales. Cuando llego a la pequeña explanada donde tiene su sede me encuentro el Franz Kafka Museum embutido, a la orilla del río, en una antigua fábrica de ladrillos rehabilitada muy acertadamente para contener un museo conceptual y temático muy interesante, muy atractivo.

Se pueden ver, en exposición, efectivamente, documentos, fotografías, manuscritos y algunas cartas personales del autor que recibió.

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