
El castillo de los Cárpatos - Jules Verne (Audiolibro) 4h291d
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"Le château des Carpates", novela de Jules Verne publicada en 1892. Cuando en el ruinoso y deshabitado castillo del barón Rodolfo de Gortz, cercano a la aldea de Werst en los montes Cárpatos que dominan la región de Transilvania, se empiezan a advertir inesperadamente no sólo signos de alguna presencia, sino también fenómenos extraños e inexplicables, los lugareños, imbuidos de viejas e inquietantes leyendas, son presa del terror. La aparición en el lugar del joven Franz de Telek, cuya prometida fue también pretendida y acosada por el barón antes de su inesperada muerte, pondrá en marcha una emocionante exploración llena de sobresaltos con el propósito de enfrentarse a los misterios del castillo encantado. 1o6m24
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El Castillo de los Cárpatos.
Jules Verne.
Capítulo 1.
Esto no es una narración fantástica.
Es tan sólo una narración novelesca.
Es preciso deducir que, dada su inverosimilitud, no sea verdadera.
Suponer esto sería un error.
Pertenecemos a una época donde todo puede suceder.
Casi tenemos el derecho de decir que todo acontece.
Si nuestra narración no es verosímil hoy, puede serlo mañana, gracias a los elementos científicos, lote del porvenir, y nadie opinará que sea considerada como leyenda.
Por otra parte, no se inventan leyendas al término de este práctico y positivo siglo XIX.
Ni en Bretaña, la comarca de los Montaraces Corribans, ni en Escocia, la tierra de los Brownies y de los Nomos, ni en Noruega, la patria de los Ases, de los Elfos, de los Silfos y de las Valkirias, ni aún en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se presta por sí a todas las evocaciones fantásticas.
No obstante, conviene hacer notar que el país transilvano está todavía muy apegado a las supersticiones de los antiguos tiempos.
M. de Geranto ha descrito estas provincias de la extrema Europa.
Eliseo Reclús las ha visitado, pero ninguno de los dos ha dicho nada que se relacione con la curiosa narración objeto de este libro.
¿La conocieron? Tal vez, pero acaso no han querido darse a la leyenda.
Esto es sensible, pues la hubieran referido, el uno con la precisión del historiador, el otro con aquella poesía natural en él y derramada en sus relaciones de viaje.
Puesto que ni uno ni otro lo han hecho, voy yo a intentarlo.
El 29 de mayo de aquel año, un pastor apacentaba su rebaño a la orilla de un verde prado, al pie del Retizat, que domina un valle fértil, cubierto de árboles de ramaje recto y enriquecido con bellas plantaciones.
Las galerunas que vienen del noroeste arrasan durante el invierno este terreno descubierto y sin abrigo.
Entonces, según la frase del país, se le hace la barba, y algunas veces muy al rape.
Aquel pastor no tenía nada de los de la Arcadia en su traje, ni nada de bucólico en su actitud.
No era un Daphnis, ni un Amintas, ni un Titire, ni un Ilicidas, ni un Meliveo.
El Lignum no murmuraba a sus pies, encerrados en gruesos huecos de malera.
Estaba junto al río de Balaquia, cuyas aguas frescas hubieran sido dignas de correr por entre las sinuosidades de que se habla en la novela astrea.
Frick Frick, natural de Wuerst, así se llamaba el rústico pastor, tan descuidado de su persona como las bestias.
Bueno para habitar en aquella faurda construida a la entrada de la aldea, y donde sus carneros y sus puercos vivían en revuelta proacrerie, única voz tomada del antiguo idioma que conviene a los piojosos apriscos del distrito.
El Imanunpecus apacentado por dicho Frick, era Imanioripse.
Echado sobre un mullido otero, dormía el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con la gran pipa en la boca, silbando de vez en cuando a sus perros si alguna oveja se alejaba del prado, o tocando el cuerno, cuyo sonido repercutía en los ecos de la montaña.
Eran las cuatro de la tarde.
El sol declinaba en el horizonte.
Por la parte este divisabanse algunas cúspides, cuyas bases estaban como sumergidas en flotante pluma.
Al suroeste, dos gargantas de la cordillera dejaban pasar un oblicuaz de luz solar, como el punto luminoso que se filtra por una puerta entornada.
Este sistema orográfico pertenece a la parte más selvática de la Transilvania, comprendida bajo la denominación del distrito Klausentkul-Golosbar.
La Transilvania es un curioso fragmento del imperio de Austria.
Dicha región se llama en lengua magyarelerdeli, o lo que es igual, el país de los bosques.
Se halla limitada al norte por Hungría, por Wallachia al sur, y por Moldavia al oeste.
Ocupa una extensión superficial de 60.000 kilómetros cuadrados, o sean 6 millones de hectáreas, próximamente la novena parte de Francia.
Es una especie de Suiza, pero una mitad más vasta que los dominios helvéticos, aunque sin ser más poblada.
Con sus llanuras destinadas al cultivo, sus ricos pastos, sus valles caprichosamente delineados, sus soberbias montañas, la Transilvania, ondulada por las ramificaciones plutónicas de los Cárpatos, será cruzada por numerosos ríos que van a engrosar con sus tributos los caudales del Teis y del soberbio Danubio, cuyas puertas de hierro, algunas millas al sur cierran el desfilarero de la cordillera de los Balcanes, en la frontera de Hungría y del Imperio Otomano.
Tal es el antiguo país de los Dacios, conquistado por Trajano en el siglo I de la era cristiana.
La independencia que disfrutó bajo Juan Zapoli y sus sucesores hasta 1699, tuvo fin con Leopoldo I, que la anexionó a Austria.
Lo sea lo que sea su constitución política, ha sido ocupada por diversas razas, que aunque se codean, no llegan a fusionarse.
Los balacos o rumanos, los húngaros, los txiganes, los steplers, de origen moldavo, y los mismos sajones, a quienes las circunstancias de lugar y tiempo acabarán por maguiarizar en provecho de la unidad de Transilvania.
¿A qué carácter típico de los enunciados pertenecía el pastor Frick? ¿Era acaso un descendiente degenerado de los antiguos Dacios? Difícil sería resolver estas cuestiones al ver su cabellera en desorden, su cara atezada, su barba enmarañada, sus espesas cejas, recias como dos cepillos de crines rojizas, sus ojos garzos, entre azules y verdes, y cuyos lagrimales húmedos estaban rodeados del círculo senil.
Parecía hombre de unos 65 años.
Es robusto, alto, seco y erguido bajo su capisayo amarillento, no tan peludo como el pecho que cubre.
Un pintor no desdeñaría trasladar al lienzo su silueta cuando cubierta la cabeza con un sombrero de esparto, verdadera tabla.
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