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Joyland - Stephen King (Audiolibro)

Joyland - Stephen King (Audiolibro) i5141

3/6/2025 · 07:17:28
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Descripción de Joyland - Stephen King (Audiolibro) 3b4h6c

"Joyland". Novela de Stephen King, publicada en 2013. Devin Jones es un estudiante de 21 años que consigue trabajo en el verano de 1973 en Joyland, un pequeño parque de atracciones de estilo antiguo, anterior a la llegada de los modernos parques temáticos. Una de las leyendas que corre entre los empleados es que en la Casa de los horrores habita el fantasma de una chica asesinada allí años atrás. Mientras cumple sus obligaciones diarias, Devin va atando los cabos sueltos que lo llevarán a descubrir la identidad del asesino. 415p5p

Lee el podcast de Joyland - Stephen King (Audiolibro)

Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

Joyland. Stephen King. Tenía coche, pero en aquel otoño de 1973 casi todos los días iba paseando hasta Joyland desde la pensión Beachside de la señora Shoplow en la ciudad de Heaven's Bay. Parecía lo más adecuado. La única opción, en realidad. A principios de septiembre la playa de Heaven estaba prácticamente desierta, lo cual encajaba con mi estado de ánimo.

Puedo afirmar, aun 40 años después, que aquel otoño fue el más hermoso de mi vida. Aunque jamás me he sentido más desdichado que entonces. Eso también lo aseguro. La gente cree que el primer amor es dulce, y más aun cuando esa primera relación se rompe. Habrás escuchado mil canciones de música pop y country que así lo demuestran. Canciones sobre algún tonto al que han partido el corazón.

Sin embargo, ese primer corazón roto es siempre el que más duele, el que más tarda en curarse, el que deja la cicatriz más visible. ¿Qué tiene eso de dulce? Durante septiembre, y hasta bien entrado octubre, los cielos de Carolina del Norte se mantuvieron prácticamente despejados y el aire era cálido incluso a las siete de la mañana, la hora a la que abandonaban mi apartamento del primer piso por las escaleras exteriores.

Si salía con una chaqueta puesta, antes de haber recorrido la mitad de los cinco kilómetros que separaban la ciudad y el parque de atracciones, ya la llevaba atada a la cintura. Mi primera parada era a la panadería Betty, donde compraba un par de croissants recién hechos. Mi sombra, de por lo menos seis metros de largo, caminaba conmigo por la playa. El olor de los bollos envueltos en papel atraía a las gaviotas, que me sobrevolaban esperanzadas.

Y cuando regresaba, por lo general hacia las cinco, aunque a veces me quedaba hasta más tarde, pues no había nada ni nadie esperándome en Heaven's Bay, una ciudad que prácticamente hibernaba cuando el verano tocaba a su fin, mi sombra caminaba conmigo sobre el agua. Al subir la marea, oscilaba cadenciosamente en la superficie y parecía bailar un lento hula. No estoy seguro del todo, pero creo que la mujer, el chico y su perro ya estaban allí la primera vez que tomé ese camino.

La orilla entre la ciudad y la intermitente iluminación, chavacana y alegre, de Joyland estaba bordeada de casas de verano, muchas de ellas de lujo. La mayoría estaban cerradas a cal y canto después del primer lunes de septiembre, el día del trabajo, pero la más grande, la que parecía un castillo de madera verde, no. Una pasarela de madera conducía desde su amplio patio trasero hasta donde la hierba marina daba paso a una fina arena blanca.

Al final de la pasarela había una mesa de pícnic a la sombra de una sombrilla verde brillante bajo el cual se colocaba el chico, en silla de ruedas, con una gorra de béisbol y cubierto de cintura para abajo por una fina manta incluso por las tardes, cuando la temperatura rondaba los 20 grados. Calculaba yo que tendría unos 5 años. De 7 no pasaba seguro.

El perro, un Yadras el Terrier, o bien se tumbaba a su lado o bien se sentaba a sus pies. La mujer ocupaba uno de los bancos de la mesa de pícnic, a veces leyendo un libro, casi siempre con la vista perdida en el agua. Era muy hermosa. A la ida o a la vuelta, siempre lo saludaba, y el chico me devolvía el saludo. Ella no, al principio. 1973 fue el año del embargo petrolero de la OPEP, el año en que Richard Nixon anunció que él no era un maleante, el año en que Edward G.

Robinson y Noel Coward murieron. Fue el año perdido de Devin Jones. Yo era un chico de 21 años, virgen y con aspiraciones literarias. Tenía tres pares de pantalones vaqueros, cuatro pares de calzoncillos yokei, un fork que era una chatarra, pero con una buena radio, ocasionales pensamientos suicidas y un corazón roto. Dulce, eh? La rompecorazones fue Wendy Keegan. No me merecía.

He tenido que pasar la mayor parte de mi vida para llegar a esa conclusión, pero ya lo dice el refrán. Mejor tarde que nunca. Ella era de Portsmouth, New Hampshire. Yo, de South Berwick, Maine. Eso la convertía prácticamente en la vecina de al lado. Habíamos empezado a estar juntos como solíamos decir, durante nuestro primer año en la Universidad de New Hampshire.

De hecho, nos conocimos en la fiesta de Bienvenida a los alumnos nuevos, ¿eso no Dulce? Es exactamente igual que en una de esas canciones pop. Durante dos años fuimos inseparables, íbamos juntos a todas partes y lo hacíamos todo juntos. Bueno, todo menos eso. Ambos estudiábamos y trabajábamos. Ella tenía un empleo en la biblioteca y yo en la cafetería del campus. Nos ofrecieron la oportunidad de conservar esos trabajos durante el verano de 1972, y aceptamos, por supuesto.

El salario no era gran cosa, pero estar juntos era impagable. Supuse que ocurriría igual en el verano de 1973, hasta que Wendy anunció que su amiga Renée había conseguido trabajo para las dos enfilernés, en Boston. ¿Y qué pasa conmigo? Le pregunté. Podrás venir de visita cuando quieras, respondió ella. Te echaré de menos una barbaridad, pero la verdad, Death, puede que nos venga bien estar un tiempo separados.

Una frase que con mucha frecuencia es una sentencia de muerte. Es posible que viera esa idea reflejada en mi rostro, porque se puso de puntillas y me besó. La ausencia aviva el amor, dijo. Además, como voy a tener mi propio piso, seguro que podrás quedarte a dormir. Sin embargo, habló sin mirarme directamente a la cara.

Nunca me quedé a dormir. Demasiados compañeros de piso, decía. Demasiado poco tiempo. Por supuesto, ese tipo de problemas pueden superarse, pero por alguna razón no lo hicimos.

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