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El matón de Brocas Court - Arthur Conan Doyle (Audio-relato)

El matón de Brocas Court - Arthur Conan Doyle (Audio-relato) 6x1e1p

25/5/2025 · 28:28
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"The Bully of Brocas Court" (subtitulado "A Legend of the Ring") es un cuento escrito por Arthur Conan Doyle publicado por primera vez en The Strand Magazine en noviembre de 1921. La historia se desarrolla a finales del siglo XIX y sigue a un joven boxeador llamado Alf Stevens, contratado por un baronet deportista para luchar contra un formidable sargento herrador de la Yeomanry. De camino al combate, se encuentran con dos hombres extraños, conocidos como el "Matón de Brocas" y su compañero, quienes retan a Stevens a una pelea improvisada. A pesar de la habilidad de Stevens, el Matón demuestra ser un oponente formidable con una apariencia peculiar e inquietante. El encuentro adquiere un cariz sobrenatural cuando un misterioso sonido hace que el Matón huya aterrorizado. Conmocionados por la experiencia, Stevens y el baronet deciden abandonar el combate planeado y regresar a Londres. 4h3w6t

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Este contenido se genera a partir de la locución del audio por lo que puede contener errores.

El matón de Brokaskurt, Arthur Conan Doyle.

La caballería voluntaria de South Midland se hallaba aquel año, el de 1878, acampada cerca de Luton, y lo que verdaderamente tenía preocupados a todos los hombres del gran campamento no era la manera de prepararse para una posible guerra europea, sino la cuestión mucho más vital de dónde encontrar a un hombre capaz de enfrentarse durante 10 asaltos con el sargento herrador Barton.

Barton, el martillo, eran 14 stones de hueso y de músculo sobre dos pies, con una pegada en cada mano capaz de dejar sin sentido a cualquier mortal de tipo corriente.

Era preciso encontrar, dondequiera que fuese, quien le hiciera frente, porque de otro modo se iba a poner insoportable.

Por esa razón enviaron a Londres a Sir Fred Milgram, más conocido con el apodo del gruñón, para que encontrase entre los boxeadores alguno que estuviese dispuesto a trasladarse hasta el campamento para que le bajase los humos al atrevido dragón.

Malos tiempos corrían entonces para el boxeo profesional.

La vieja lucha a puñetazos había sucumbido con escarnio y vergüenza, aplastada por la corrompida multitud de apostadores y de maleantes de toda clase que vivían al borde de las actividades del ring, y que llenaron de oprobio y llevaron a la ruina a los boxeadores honrados, que eran, con frecuencia, egoes humildes cuyo valor nadie ha superado jamás.

El deportista honrado que deseaba presenciar un combate se veía defraudado por gente villana, contra la que no podía reclamar justicia, puesto que esa clase de actos estaba considerada como ilegal.

Si se aventuraba a resistir, le dejaban desnudo en plena calle, le arrebataban la bolsa y le abrían la cabeza a golpes.

Para llegar hasta el borde del cuadrilátero había que estar dispuesto a abrirse paso a estacazos y golpes de látigo.

Por esa razón no era de extrañar que en aquel entonces sólo acudiesen a presenciar los combates quienes nada tenían que perder.

Por otro lado, no había surgido aún la época de los combates en locales cerrados y con guantes de una manera legal, de modo que la afición se hallaba en una extraña situación intermedia.

Resultaba imposible reglamentar los combates de boxeo, y resultaba igualmente imposible el abolirlos, puesto que no hay nada que atraiga de manera más directa y enérgica al hombre medio británico.

Como consecuencia de esa situación, se trataban combates, que eran más bien riñas, en los establos y patios de cuadras, se hacían excursiones rápidas a Francia, se celebraban combates clandestinos a la hora del alba en lugares desiertos del país y se realizaban toda clase de pruebas y de evasiones.

Los mismos púgiles llegaron a contagiarse de lo indigno del ambiente que les rodeaba.

No era posible que se celebrasen combates honrados y a la vista de todo el mundo, por lo que los fanfarrones más alborotadores llegaban a escalar a fuerza de bravatas los primeros puestos de honor.

Únicamente al otro lado del Atlántico había surgido la grandiosa figura de John Lawrence Sullivan, destinado a ser el último representante del sistema antiguo y el primero del sistema posterior.

Así las cosas, no le resultó tarea fácil al deportivo capitán de la caballería voluntaria encontrar en los salones de boxeo y en las tabernas deportivas de Londres a un hombre en el que pudiera tenerse confianza para que diese buena cuenta del gigantesco sargento herrador.

Los pesos pesados andaban escasísimos y eran muy solicitados.

Por último, su elección recayó en Alf Stevens, de Kentistown, un peso medio excelente y en flanco ascenso, que nunca hasta entonces había conocido la derrota y que aspiraba con algún fundamento a ganar el título de campeón.

Su experiencia y su habilidad profesional compensarían suficientemente los tres stones de peso que daba de ventaja al formidable Dragon.

Sir Fred Milbrom le contrató con esa esperanza, y se dispuso a llevarlo en su cochecito de dos ruedas y dos asientos, tirado por una yunta de veloces tordillos, hasta el campamento de la caballería.

Tenían que salir por la tarde, viajar por la Gran Carretera del Norte, dormir en St.

Albans y terminar su viaje al día siguiente.

El boxeador profesional se reunió con el deportivo baronet en el mesón de Golden Cross, en el que el pequeño lacayo Bates estaba esperando delante de los dos impetuosos caballos y sosteniéndolos por las riendas.

Stevens, que era un hombre de rostro pálido y rasgos bien marcados, se sentó junto al que le había contratado y se despidió con un vaivén de la mano del pequeño grupo de boxeadores, compuesto por individuos rudos, con camisas sin cuello, y vestidos con zamarras, que se habían reunido para dar un adiós a su camarada.

—¡Buena suerte, Alf! —le gritaron al unísono y con voces ásperas cuando el lacayo dejó en libertad a sus caballos y saltó a la parte posterior del carruaje, que dobló velozmente la curva y se metió en Trafalgar Square.

Sir Frederick tuvo que concentrar de tal manera su atención en abrirse camino por entre el tráfico de Oxford Street y de Edward Road, que apenas si pudo pensar en ninguna otra cosa.

Pero cuando el coche se metió en la zona exterior, cerca de Hendon, y los setos verdes sustituyeron al inacabable panorama de edificios de ladrillo, dejó que sus caballos marchasen a su gusto, aflojándoles las riendas, y dedicó su atención al joven que llevaba sentado junto a él.

Había conseguido contratarle gracias a recomendaciones y cartas, de modo que sentía cierta curiosidad por examinarlo de cerca.

Se había iniciado ya el crepúsculo y la luz era débil, pero lo que el varón esvió le dejó satisfecho.

El hombre era un luchador hasta la punta de las uñas, terrasgos marcados, pecho ancho, mejillas largas y estrechas y ojos hundidos, detalles que pregonan un valor obstinado.

Por encima de todo, era un hombre que hasta entonces no había tropezado con quien pudiera vencerle, de manera que su valor se realzaba aún más por la profunda fe en sí mismo, que ya no podía ser vencida.

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